Las Máscaras del Mundo, bellas y bestias
Por Nacho Rovira de «Alas y Viento» espacial para revista Latitud
Cuarenta años viajando por el Mundo en busca de máscaras me ha llevado a reunir una muy buena colección de edad. Bellas y Bestias, rostros con ojos vacíos cargados de trascendencia e historia a los que es tremendamente difícil aguantar la mirada. Después de todo este tiempo, una muestra permanente de mi colección Alas y Viento está expuesta en la magnífica sede de la asociación Amics de la Unesco Barcelona. Allí descansan, después de haberme hecho vivir por ellas y con ellas, aventuras que sería difícil haber vivido con cualquier otra razón. Para mi el Octavo Arte, ha sido esencial para diseñar mi vida.
Empezamos por África. Llegar al País Dogón de Mali, en el desfiladero de Bandiagara, fue hace 20 años una odisea. Conseguir una Kananga, quizás la más valorada de las máscaras dogon, un bonito sueño. En principio, según las tradiciones de esta etnia africana, la Kananga baila sólo en 2 ocasiones. La primera, en la ceremonia del Segui que se celebra aproximadamente cada 60 años. La segunda, en los funerales de un hogón, el jefe espiritual de los poblados dogones.
Nadie conoce con exactitud las fechas de los Seguis porque dependen de acontecimientos astronómicos muy poco estudiados en relación con la estrella Sirio. Según mis cálculos, en el próximo Segui yo tendré unos 74 o 75 años para lo cual falta demasiado tiempo. Para ver bailar a las Kananga, debía darse la casualidad de que un hogón falleciera durante mi estancia en el País. Hay que tener en cuenta que las probabilidades de que eso ocurriera en uno de mis viajes allí se reforzaban estadísticamente por el hecho de que el hogón es siempre el más viejo del poblado.
En mi tercer viaje a Mali, tras una semana deambulando por los 54 poblados dogón del desfiladero, mi guía (Dialloba) se enteró de que en una aldea cercana había muerto el hogón y nos fuimos hacia allí a lomos de una moto alquilada. Dialloba fue para mi, después de varias aventuras por toda África del Oeste, más que un guía, mi hermano africano.
Gracias a eso tengo el privilegio de poder decir que yo he visto danzar a mi Kananga. El funeral empieza cuando suben hacia la plaza varios individuos con fusiles disparando al aire. Les sigue la viuda, portando una enorme cornamenta de buey y nativos enmascarados corriendo como posesos.
En la plaza, los ancianos decapitan una cabra, la voltean sobre sus cabezas y bailan mientras les salpica la sangre caliente. El «espectáculo» finaliza con las danzas de los portadores de las kanaga que, a ritmo de tambores, golpean violentamente el suelo con las astas de madera de sus máscaras. Invocan así a los espíritus del aire y de la tierra bajo la atenta mirada de otros hombres subidos en zancos y portando máscaras Serigué, de más de 3 metros de altura divididas en 2 piezas. Una locura impactante que recordaré toda la vida. Y, naturalmente, negocié y conseguí mi Kananga que hoy descansa en la colección tratada como merece…Lo más placentero de las aventuras es explicarlas porque, mientras estás envuelto en ellas, la adrenalina, la tensión y, a veces, porque no decirlo, el miedo, no te permiten disfrutarlas.
En Asia, la búsqueda de las máscaras nepalíes de una danza de la etnia Newar me llevó a Patan y Bhaktapur, en el Valle de Katmandú y, de vuelta a la capital, la vida me dio un susto de los gordos. Una patrulla del ejército paró la camioneta en la que me trasladaba. Eran malas épocas con continuos atentados y enfrentamientos entre el ejército de la monarquía y la guerrilla mahoista. Yo llevaba, además de mi mochila, una caja envuelta en tela de saco con las 2 máscaras recién adquiridas y el bulto pareció no gustarle nada al oficial encargado del control porque fue mirar el paquete y cargar su arma.
Yo no entiendo de metralletas, pero, igual que si veo un aleta en el mar pienso en un tiburón. Los chasquidos que oí que hacían los seguros de los fusiles de los 4 soldados que acompañaban al jefecillo en cuestión me pusieron la piel de gallina y aflojaron peligrosamente mis esfínteres. Eran niños nerviosos, de menos de 20 años, y tenían la misma cara de susto que supongo tenía yo. Pensé, fugazmente, que en este momento si el tubo de escape de alguno de los cacharros que llamaban coches y camiones a principios de este siglo en Nepal dejaba ir una petardada, se me había acabado la fiesta. Todo quedó en el susto y media hora de interrogatorio y registro de mochila y caja. Les hizo gracia lo de mi interés por las máscaras. Ya ves que bien…
Europa es mucho más tranquila, desde luego, y meter las narices donde debo como coleccionista me ha dado muchas más satisfacciones que disgustos, pero también en el Viejo Continente las máscaras han puesto sal y pimienta a mi vida viajera. El último salazón fue hace poco más de 1 año, al inicio de la pandemia. El cierre de fronteras por culpa del coronavirus me pilló en Portugal, concretamente en Macedo dos Cabaleiros. Allí, mi objetivo era conseguir unas máscaras llamadas «Caretos de Podence» y Podence es una aldea que está a pocos kilómetros de Macedo. En el hotel, por la mañana, me dijeron que, con el país en alerta nacional, el gobierno les obligaba a cerrar al día siguiente, así que solo me quedaban 24 horas para cumplir mi «misión».
Conseguí en el hotel la dirección del más reputado maestro mascarero de Podence y me fuí para allá. La aldea estaba desierta. Como un pueblo fantasma. Las calles no tienen nombres ni las casas números y llamé a 3 ó 4 puertas para pedir información. Ni caso. Algunos salían al balcón, pero nadie me abría. Se sentía el miedo y me miraban con desconfianza. Ni asomo de sonrisas y mucho menos de colaboración. La pandemia estaba ya haciendo estragos en la mentalidad de la gente y me estaba entrando complejo de zombie infeccioso, pero, al final, encontré a un familiar del maestro y me indicó cómo llegar al taller.
Las negociaciones fueron rápidas y secas, pero me hice con mis máscaras. Dos piezas más para mi colección.. No lo sabía entonces, pero, al día siguiente, fue una odisea entrar en España y llegar a casa recorriendo de oeste a este todo el país cerrado a cal y canto. Pero esa es otra historia…
América es el paraíso de las máscaras así que de ese continente tengo mil y una anécdotas. Por ejemplo, por favor y por fuerza, para desengrasar de los anteriores recuerdos más bien angustiosillos, tengo que recordar la adquisición de mis queridos diablos de Píllaro, en Ecuador. Ni mucho menos todo son sinsabores en la vida de un «buscador de máscaras» y, desde mi llegada a Píllaro, no muy lejos del lugar llamado «La Mitad del Mundo», la ubicación exacta de la línea del Ecuador, latitud 0º 0′ 0», me sentí como en casa.
Por aquel entonces yo estaba agotado tras viajar durante 8 meses, 4 por África oriental y 4 más por Sudamérica. Además los mosquitos ecuatorianos, unos verdaderos bandidos, me habían machacado los tobillos hasta el punto de que era imposible ponerme las botas. Píllaro fue un bálsamo. Desde el primer momento los pillareños me acogieron como una familia y fue difícil escoger 2 máscaras de la Diablada pillareña que se celebra cada año del 1 al 6 de Enero. Una original alternativa para celebrar el Año Nuevo.
Allí curé mi cansancio y las picadas y recordaré siempre el último atardecer con mis nuevos amigos Mascareros. En el Monumento a la Resistencia Indigena, con vistas a la cordillera que Humblot llamó la «Avenida de los Volcanes», donde nos sacudimos al coleto una botella de Agüita de Puerco, un delicioso macerado de moras de la zona capaz de resucitar a un muerto…
Mucho hay que patear Mundo para conseguir una buena colección de máscaras, las Bellas y las Bestias, rostros de expresión fija en ocasiones preciosas y en otras terroríficas. Muchas veces me han preguntado por qué hago esto, de dónde viene mi pasión por ese arte. La verdad es que no lo sé pero las máscaras están relacionadas con lo tradicional y, sobre todo, con lo espiritual.
tal vez sea porque yo nací el 2 de Noviembre, Día de Difuntos. Es un hecho. Además, en mi casa dicen que soy poco expresivo de cara, que no sonreí hasta los 10 años y después muy pocas veces. Tres o cuatro veces concretamente. En realidad, la cuarta no está probado si era una sonrisa o una mueca nerviosa porque fue la reacción facial a un «te quiero»… A saber.